Tarde o temprano todos seremos Bukowski


Durante mi servicio militar, hacia 1992-93 devoré algunos libros de la generación Beat (y Bukowski). ¿Qué le iba a hacer? Tenía pocos años y muchas hormonas. El ejército te concedía ocio y demasiados motivos para ser rebelde, y el refugio en la literatura cafre, desmesurada, y desnuda de Burroughs, Kerouac y compañía (y Bukowski) encajaba perfectamente en aquel escenario tan ordenado y degenerado, a la vez.

Después de tantos años, reconozco mi añoranza por los años de servicio (¿por la juventud?). Añoro hasta ese olor a whisky barato -probablemente JB- que desprendía algún alto mando cada vez que irrumpía en mi departamento y quedaba flotando en la estancia durante horas.

Lo que más me atraía de mi trabajo era la certeza de que era algo insignificante y desprovisto de toda emoción. Incluso me imaginé siendo funcionario. Mis tareas consistían, fundamentalmente, en dos. Hacer los estadillos de cocina y pagar los sueldos de la tropa. Bastaba dedicar a ambas tareas aproximadamente 10 horas al mes, tiempo que, dividido entre dos personas, un subteniente y un servidor, tocaban a 2 horas el subteniente y 8 quien suscribe. Y todo ello sin ninguna responsabilidad. Dada la intrascendencia de mi trabajo, mis errores, que fueron muchos, pasaban desapercibidos. En nueve meses de servicio, nadie se me quejó de que las raciones vinieran cortas, faltaran salchichas o lomo adobado. En definitiva, nadie se quejó, de que la pésima comida del cuartel fuera peor de lo que se le suponía, pese a que más de una y diez veces mandé a cocinas estadillos inventados. Mi mente no era muy hábil para la contabilidad culinaria, y eso que no era dado a beber whisky, como algunos de mis superiores.

Fuera de este trabajo, mi otra tarea consistía en leer todo aquello que caía en mis manos. Empecé a coleccionar todo tipo de novelas y ensayos que colocaba, desordenadamente, en el primer cajón de mi escritorio. No hizo falta pedir permiso a mi subteniente porque en el remoto supuesto de que apareciera por la unidad siempre lo hacía media hora después del desayuno; y media hora más tarde desaparecía sin dejar rastro ni razón de paradero. Sencillamente se lo tragaba la Tierra. Más de una vez tuve que cubrirle las espaldas a preguntas indiscretas de algún superior sobre sus estampidas por lo que creo que no le hubiera importado, en agradecimiento, que leyese en su presencia. Meses más tarde supe que llevaba, de extraperlo, la contabilidad de varias empresas mientras se suponía que estaba ajustando los presupuestos de la cocina. Creo que yo también hubiera acabado haciendo lo mismo, no por llevar a mis hijos a la Universidad, sino por una mera razón de salud mental.

Supe de la generación Beat por un artículo de Luis Racionero publicado en El País en diciembre de 1992, disfrutando de un permiso de dos días. De esa generación primero leí a William Burroughs, porque era clavadito a mi Teniente Coronel, incluso con el vaso de whisky en la mano. Ciudades de la noche roja (1981). No hará falta que resuma la novela. Bastará con que describa al autor: politoxicómano, bisexual, libertario, defensor de las armas de fuego, conjugador impenitente del verbo encular, escritor de fuste, inventor de máquinas de sueños, profeta de la interzona, plegador de papeles, pintor, inventor del punk y abuelo de los punkis, trajinador de hipodérmicas, cantante de rap, cineasta, cazador de efebos, reinventor de la piratería… (Fuente: William S. Burroughs, San Virus).

De ahí a Bukowski, que no pertenecía a la generación Beat aunque sí a aquella generación “maldita” que tanto buenos ratos dió a nuestro intelecto y a nuestras vísceras, sólo hubo un paso. Los libros de Burroughs se camuflaban bien entre sus títulos. Los de Bukowski eran mucho más explícitos: All the Assholes in the World and Mine, (1966), Escritos de un viejo indecente (1978), Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones (1978), Se busca mujer (1987), Música de cañerías (1987), etc.

No sé cómo me atreví a introducir en aquél cajón de escritorio de cuartel “La Máquina de F.” de Charles Bukowski. Omitiré el verbo, no por decoro sino porque no quiero que los buscadores me asocien al fornicio cada vez que alguien busque una página pornográfica, aunque dejo constancia gráfica del libro para lo que fuera procedente.

Ayer, mientras mi hijo y yo elegíamos un lectura apropiada para sus seis añitos, no pude evitar llegarme a la estantería maldita, donde los libros de Bukowski parecen cobrar vida y devolver años. Deslicé, sin que el niño se diera cuenta, “La Máquina de F.”, y tras las primeras páginas, entre carcajadas y sorbos de café, no quise olvidarme para siempre de aquellos años de juventud y esas risas me han conducido a estas líneas.

He notado que las personas mayores pierden los prejuicios, el pudor y desmitifican las cosas, por corrientes y cotidianas que sean. Ahora es un buen momento para leer a Bukowski. Mi subteniente, seguro, ya no se hubiera escandalizado. Ni yo tampoco.

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