Ayer estuve en Madrid. Pero no seáis bien pensados. Ni fue porque de repente me hubiera convertido en religioso ni fue porque de pronto hubiera descubierto que tengo diecimuchos o veintipocos años (que ambos requisitos, creo, son obligatorios para peregrinar en pos del septuagenario Papa). La razón fue más prosaica. Tuve que interrumpir mis inexistentes vacaciones para hacer unas gestiones en Hacienda.
En esta ocasión, el peregrinaje hizo que un viaje normalmente tranquilo, en estas fecha del año en que la capital suele estar desierta, se convirtiera en algo ajetreado. Los peregrinos habían invadido masivamente el metro y me fue difícil acomodar hasta el portátil. Tal vez, porque me esté haciendo mayor, debo reconocer que no me desagradó ver tantos grupos de jóvenes pastoreados por sus guías. Pude distinguir peregrinos de Alemania, Italia, de algún país centroamericano, báltico y por supuesto muchísimos polacos (ya se sabe que Wojtyla hizo mucha afición por esas tierras).
La señora de Hacienda que me atendió dijo «da gusto ver tanta juventud sana por Madrid», respondiendo a mi comentario sobre lo que me había costado llegar a esas dependencias viajando en el metro. Si hubiera escuchado ese comentario hace veinticinco años hubiera pensado: ¿Juventud sana? ¿Es sano dejarse amansar por doctrinas que te transforman en aparentemente feliz? ¿Es sano vivir bajo el efecto de la adormidera religiosa o de una lobotomía ideológica irreversible? Pero lo cierto es que ahora, veinticinco años después, casi coincidí con la señora que amablemente pasaba los hojas de los impresos que entregué.
Este sentimiento de solidaridad con los peregrinos me viene, además de por la edad, por otras razones. Lo que oigo estos días sobre el viaje del Papa me parece una estupidez y de una demagogia fuera de lo corriente. ¿Alguien realmente piensa que el viaje tiene alguna relación con la situación desastrosa que atraviesa este país o con la crisis humanitaria del Cuerno de Africa? Cuando he ojeado algún partido de fútbol, de esos que acaparan toda la audiencia televisiva, he pensado: ¿y estos tres mil agentes de policía que están custodiando los energúmenos, que se liarían a guantazos si no hubiera contención, no nos cuestan dinero? ¿Y si eso lo multiplicamos por cientos de partidos del siglo que se juegan cada año, cuantos euros? ¿El plan E no costó buenos cuartos para simplemente retrasar unos días el colapso financiero que finalmente llegó pero a un coste infinitamente más alto? ¿Repartir el superávit en 2007 cuando el país ya estaba en plena crisis económica no fue más caro que el viaje del Papa y que los cientos de partidos del siglo que se disputan cada año?
Sin duda la antología del disparate tendrá otro hito insuperable en esa pancarta que decía «De mis impuestos, al Papa cero», sostenida y seguida por cientos de manifestantes que no habían pagado un impuesto en su vida y que, por la situación que atraviesa el país, tardarán años en estar en disposición de hacerlo. Si esa pancarta hubiera sido congruente con la macroeconomía de España tendría que haber dicho:
«De mi parte de Deuda Pública, que pagarán mis nietos y biznietos (si no pueden evitarlo), y que yo he contribuido a crear solicitando ayudas y subvenciones o acudiendo al empleo público, al Papa cero»
Por lo menos la visita del Papa me ha servido para resolver una incógnita. Antes del viaje, cuando un político, tertuliano o columnista lanzaba una arenga demagógica me preguntaba: ¿a quién iría dirigida esta clase de soflamas tan pueriles? Ya lo sé. A los que iban detrás de la pancarta.
Replica a MIRIAM Cancelar la respuesta