Después de mi operación, ya recuperado, los médicos me han recomendado que utilice un sombrero para el resto de mis días, que espero que sean muchos ahora que tengo un hijo lactante y me veo en la obligación de sobrevivir por lo menos otros 25 años. El problema es que no hay tiendas de sombreros en Málaga. Me hubiera encantado ir a un pequeño comercio especializado en sombreros, hablar con el sombrerero, que me aconsejara. Me imagino que un nuevo cliente le infundiría ánimos dado que la prenda está en desuso y el pequeño comercio arruinado.
Si Dios no lo remedia tendré que ir al Corte Inglés o a un Chino, que ahí tienen de todo. Sólo me asalta una duda. ¿Por qué causa me cambiará más la vida? ¿Por la enfermedad que he padecido o por llevar un sombrero? ¿Me convertiré en un snob? ¿Me confundirán en los juicios con esos abogados de famosos a quienes no soporto?
Estos días de convalecencia los quise dedicar a descansar, pero no pude. Las preocupaciones de mis clientes me robaron las mías. Ahora que he visto las orejas al lobo tal vez sea el momento de plantearse algunas cosas, más allá de la elección del sombrero que me alargará la vida.
No me pondré existencialista, ni melancólico, ni romántico, ni siquiera tengo puesto a Chopin (ahogado por los gritos de mi niño). Tampoco crudo, ahora que me miro al espejo y descubro que me han hecho un lifting estilo «brutalista». Hoy escuchaba, a mi regreso de un juicio, unas transcripciones de Mozart interpretadas al piano por Katsaris. El punteo endiablado del Rapto del Serrallo me condujo más tarde a un relajante Albumblätter de Schumann, y recordé que Schumann había abandonado sus estudios de derecho para satisfacer una vocación tardía de pianista que no culminó por lesionarse una mano o por padecer sífilis (que hay versiones para todos los gustos). Parece que fue tan desgraciado por no ser concertista como lo hubiera sido si se hubiera convertido en abogado.
Esta reflexión me demostró dos cosas. Que a lo mejor ya me había convertido en un snob sin tenerme que poner un sombrero. Y que tal vez Robert Schumann no fue tan desgraciado y que, entre depresión y depresión, conociera alguna variante de la palabra felicidad.
¿Soy feliz? ¿He sido feliz? ¿Seguiré siendo feliz con sombrero? ¿Será el sombrero un pretexto divino para que abandone mi profesión y desarrolle mi verdadera vocación? Mientras la encuentro, buscaré entre tiendas inexistentes un maldito sombrero.
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