El Orientalismo en tiempos de crisis


Hace unos años llegó a mis manos un libro titulado Orientalismo (Orientalism) escrito por Edward W. Said (Barcelona, 1995). Pese a que la obra ha sido, premeditadamente, desnudada de todo el academicismo que desborda el autor en cada página, no se convierte por ello en un libro para leer mientras se toma el sol. El truco está en saborearlo a pequeños sorbos, y en reflexionar. Said trata de desmontar todo los clichés occidentales sobre Oriente y descubrir, no tan abiertamente, qué empuja a quien padece una vida monótona y tranquila a ponerse las botas y emprender inseguras aventuras, más allá de esa frontera mental llamada Europa.

La atracción oriental también es patente en la discografía de Franco Battiato. Álbumes como Ecos de Danzas Sufí (1985), Nómadas (1987), Come un cammello in una grondaia (1991), y temas tan a propósito como Nómadas, Yo quiero verte danzar, La era del jabalí blanco, Despertar en Primavera, Delenda Carthago, Lettera al governatore della Libia, o Mesopotamia desprenden esa conexión hacia Oriente.

Las canciones de Battiato eran una puerta abierta a lo Oriental. Eran mensajes simples, sin referencias a ediciones decimonónicas de arqueólogos, literatos o filólogos. Tampoco destilaban el academicismo de esos libros incunables de catedráticos de la Sorbonne sobre la colección asiria del Museo del Louvre. Eran sencillamente crónicas de viajes, diapositivas de una existencia aventurera, que tal vez Battiato nunca había vivido en persona, sino sólo imaginado o recogido de testimonios. El viaje iniciático comenzaba en una canción que evocaba paisajes lejanos y personajes que quizá hablasen en torno a una hoguera una de esas lenguas indoeuropeas de Medio Oriente o una rama del árabe que los estudiosos no aciertan a escribir ni clasificar.

Sorprendía tanta espiritualidad en aquellos tiempos en que el cantante siciliano compartía afiliación política -en el Partido Radical Italiano- con la actriz porno Cicciolina que resultara elegida parlamentaria en 1987 gracias a 20.000 votantes, muchos de los cuales habían manoseado sus senos pequeños. Cicciolina que fue húngara antes que italiana -nacida Illona- hubiera podido leer el libro Az ismeretlen Szahara (Budapest, 1939), escrito por el Conde László Almásy.

Sería el año 1999 cuando encontre este libro en un antikvárium de la calle Rakozci de Budapest, por 200 forints -unas  100 pesetas- .  El librero me aseguró que sería accesible a mi nivel de húngaro. Como muchos libros usados, tenía las hojas amarillentas, estaba subrayado en algunas páginas y tenía anotaciones al margen (algunas de ellas en francés). Pensé que el libro habría pertenecido a una de esas colecciones de familias nobles húngaras que el comunismo había arrojado a la miseria y como tal había tenido un propietario de carne y hueso. El libro se editó en 1957 y el propietario se llamaba Tibor. El apellido estaba tachado (premeditadamente) quizá por su antiguo dueño, por el librero o por cualquiera de los lectores intermediarios que le dieron al libro el adjetivo de viejo.

El librero se equivocó o deliberadamente me engañó. Mi nivel de húngaro no me daba ni para leer media página sin la ayuda convulsiva de un diccionario. Quien a salpicones de diccionario trata de desentrañar el texto escrito nunca alcanza a captar el Mensaje. Como mucho la lectura atropellada puede reportar algún triunfo personal que desaparecerá tan pronto se olviden las palabras aprendidas. El Mensaje me llegó distorsionado y la imagen borrosa; la historia resultante, incompleta, sólo pude llenarla con mi imaginación de lector impotente.

Az ismeretlen Szahara (El Sahara desconocido) narraba las exploraciones africanas del Conde László Almásy, contadas por él mismo. Por entonces yo no sabía que el cine había devuelto la historia en la película El Paciente Inglés (Anthony Minghella, 1997). Tan distintos eran los relatos, que tardé mucho tiempo en darme cuenta de que ambos eran los mismos, si bien la película había movido periodos, maquillado personajes, quemado la cara del protagonista y acortado su vida en muchos años. Probablemente una vida tan densa, como la de Almásy (el Paciente Inglés) no podía retratarse de manera fidedigna en las tres horas de metraje sin mentir abiertamente.

El Almásy de la película tal vez no fuera muy distinto al que vivió en la convulsa Europa de entreguerras y quizá fuera esa efeverscencia continental la que le invitara a convertirse en explorador; aunque esa transformación no se debiera solamente a un impulso romántico. Después de servir como piloto en la Kaiserliche und Königliche Luftfahrtruppen (la Fuerza Aérea del Imperio Austrohúngaro), la Paz lo coloca como representante de la firma austriaca de automóviles Steyr en la pequeña ciudad húngara de Szombathely. Organizando rallies de promoción para la firma y safaris para europeos, visita Egipto en varias ocasiones desarrollando un creciente interés por el territorio. De manera autodidacta, Almásy se convertiría en un experto explorador que condujo la expedición que descubrió en 1932 la legendaria Zerzura, «el Oasis de los Pájaros», en el desierto de Libia, con el apoyo del Príncipe Kemal el Din, catalogando importantes hallazgos de arte rupestre, que tambi én retratara la película de Minghella. Sus amigos beduinos lo llamaban Abu Ramla, Padre de las Arenas.

El mismo año en que se publicaba su Sáhara desconocido, estallaba la II Guerra Mundial. Almásy, oficial húngaro en la reserva, es movilizado por las Fuerzas del Eje, desempeñando un destacado papel en las batallas del desierto al mando del General Rommel en el Afrika Korps.  La derrota de Alemania y sus aliados hacen que Almásy atraviese extremas vicisitudes, incluyendo la prisión en una cárcel soviética. Logra escapar de Hungría con la ayuda de la inteligencia británica que sobornó a oficiales comunistas húngaros con dinero entregado por Alaeddin Moukhtar, primo del Rey Farouk de Egipto. Escoltado por un agente del MI6 británico, y perseguido por la KGB, se reune con el Rey Moukhtar en Egipto donde viviría a salvo los últimos años de su vida. En 1951, durante un viaje a Austria, moriría de disentería en un hospital de Salzburgo, ciudad en que yace enterrado bajo el epitafio «Pilot, Saharaforscher und Entdecker der Oase Zarzura» (Piloto, Explorador del Sáhara y descubridor del Oasis de Zarzura).

Volviendo a la reflexión con que inciaba estas líneas no puedo imaginarme al Conde Almásy siendo explorador en Egipto si las guerras y la entreguerra no hubieran espoleado su acomodada vida aristocrática. Quizá de esta crisis -más española que europea, más del primer mundo que del tercero- salgan exploradores, bohemios y aventureros de distinto corte. A lo mejor vamos a tener que agradecer que estemos en bancarrota, ¿no?

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