
Al hilo de la veloz expansión de la Unión Europea hacia el Centro y Este de Europa, me he preguntado muchas veces si las apresuradas ampliaciones que se suceden desde 2004 favorecían realmente a los nuevos países miembros o, más bien, a los países poderosos de la UE que supuestamente habrían de cargar con los elevados costes de la cohesión. Es un hecho objetivo que cada nueva ampliación ofrece mayor contraste entre los países ya miembros y los nuevos socios; contraste no sólo en la evidente esfera económica sino en la de los derechos humanos y políticos. Dejando fuera, por un momento, a los países del Este, otro ejemplo de contraste tuvo lugar con la adhesión de España y Portugal en 1986, y un poco antes con la adhesión de Grecia (1981). Sin embargo la diferencia entre aquellas adhesiones y las de ahora son evidentes. La UE tuvo alrededor de 20 años para digerir esas incorporaciones, contando en ese camino con la ayuda de nuevos socios ricos que venían a aportar fondos e infraestructuras propias que contribuían a elevar el nivel general de bienestar, como Austria, Finlandia y Suecia que se convierten en miembros de la UE en 1995. Aquellos socios pobres de los años 80 estaban insertos en el mundo capitalista y libre mercado desde hacía decenios y, en el caso de España, con grandes empresas muy bien posicionadas tanto en el país como en su zona de natural expansión, Iberoamérica, capaces de afrontar las embestidas de las multinacionales europeas y las fuerzas de mercado invasoras.
Cuando se plantea seriamente la ampliación hacial el Este, una vez comprobado que el desmantelamiento socialista no tenía vuelta atrás, las temidas fuerzas de mercado fueron objeto de discusión. A comienzos de los años 90, poco tiempo después de que los tanques soviéticos ocuparan, amenazantes, la capital de Lituania, Vilnius, y de que la estrella roja comunista fuera retirada del edificio del Parlamento Húngaro, la UE había de responder, razonadamente, a esos nuevos Estados libres que llamaban insistentemente a la puerta de Europa. Esa respuesta se dió en el seno del Consejo de Europeo de Copehague, celebrado en junio de 1993, cuando se fijaron los criterios que habrían de cumplir los aspirantes a la adhesión; unos criterios pensados para países que procedían de regímenes totalitarios, donde los derechos humanos y políticos presentaban un incuestionable déficit, y que padecían economías desestructuradas e inviables en un sistema de libre competencia. Para adherirse a la UE, los aspirantes debían -y deben- cumplir tres criterios:
- el criterio político: la existencia de instituciones estables que garanticen la democracia, el Estado de derecho, el respeto de los derechos humanos y el respeto y protección de las minorías;
- el criterio económico: la existencia de una economía de mercado viable, así como la capacidad de hacer frente a la presión competitiva y las fuerzas del mercado dentro de la Unión;
- el criterio del acervo comunitario: la capacidad para asumir las obligaciones que se derivan de la adhesión, especialmente aceptar los objetivos de la unión política, económica y monetaria.
Tendriamos que preguntarnos hasta qué punto estos criterios han sido realmente cumplidos, porque es obvio, transcurridos pocos años desde la enorme ampliación de 2004, que el criterio económico era solamente un requerimiento formal que en nada ha acompañado a la realidad. ¿Alguien puede ser tan iluso de creer que la mayoría de nuevos miembros estaba en codiciones, entonces, de hacer frente a la presión competitiva y las fuerzas de mercado y cumplir el criterio económico? ¿En apenas 15 años desde la caída de Muro de Berlín y el desmantelamiento del comunismo hubo tiempo de construir sólidas economías de mercado en el solar del antiguo COMECOM? Es evidente que eso era materialmente imposible, y lo que sí hubo fue un interés político desmedido de ampliar hacia el Este, tanto por parte de los países aspirantes, cuyos gobernantes vendieron la estrategia de la adhesión como una panecea contra todos los males, como por parte del núcleo duro de la Unión (Alemania y Francia) interesado en abrir nuevos mercados fagocitando las industrias locales potencialmente rentables (vid. mi entrada, «Serbia presenta su candidatura para la adhesión a la UE: otro cordero para el matadero»). Sin ir más lejos los bancos del Centro y Este de Europa fueron privatizados, en su mayor parte, mediante la venta, vía negociación directa con el gobierno o a través de subasta pública. Según Bogdan C. Enache, en la actualidad, la mayoría de bancos de la región -especialmente en los países ahora miembros de la Unión Europea- son propiedad de grandes grupos de Europa occidental, como el Raiffeisen Zentralbank o Erste Bank de Austria, el Swedbank sueco, Société Générale de Francia, Unicredit de Italia, KBC belga, Bayern Landesbank alemán y otros. Lo mismo cabría predicar de otros sectores básicos.
Los sistemas democráticos están basados en el imperio de las formas. Las decisiones de la autoridad, ora en modo de sentencias judiciales ora de resoluciones administrativas han de estar motivadas por muy estúpidas, ilógicas e inmorales que parecieren. Lo importante es tener argumentos legales y fácticos en qué basarse so pena, caso contrario, de caer en la prevaricación, la incogruencia o la nulidad. No pocas veces hemos visto como los objetivos políticos se consiguen gracias rebuscados pretextos jurídicos o económicos. La ampliación sin precendentes de 2004, y con mayor motivo, la de 2007, fue un objetivo político-económico que utilizó como fundamento ese instrumento jurídico denominado «Criterios de Copenhague». Como demostración, baste comparar los halagüeños informes periódicos de la Comisión Europea sobre los progresos de los candidatos, que acabaron con dar luz verde a la adhesión, con la deplorable situación en que se hallan ahora esas economías, que no han resistido el primer asalto de la crisis económica mundial, esa excusa universalmente aceptada para disfrazar errores y negligencias propias. El Fondo Monetario Internacional ya ha rescatado de la bancarrota a Hungría, Rumanía, Polonia y Letonia y no están lejos otras intervenciones sobre esos mismos países u otros de la región.
Visto el panorama no faltarán los euroescépticos, cuyo número irá creciendo a medida de que las fuerzas de mercado occidentales devoren los despojos de esa Europa que surgió del frío. Esos euroescépticos no serán ya estirados británicos, concentrados como de costumbre en sus entrañas insulares, sino rumanos, húngaros, polacos y estonios que habrán despertado, súbitamente, de su plácido sueño europeo.

Replica a Grecia y el regreso del hijo pródigo. « Distensiones Cancelar la respuesta