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Cada vez que tose el Tío Sam en la Península Anatolica se diserta sobre la «cuestión turca»; asunto bastante más oscuro que ese cuento con que duermen ahora a los niños y que se llama «Alianza de Civilizaciones».
Es evidente que la adhesión Turca a la Unión Europea causaría una profunda distorsión en la Unión y que provocaría la revisión de las bases sobre las que se asienta el proyecto europeo. ¿Turquía es Europa? ¿Aportaría algo el país de Erdogan a una Europa que combate el integrismo islámico y proclama el imperio de los derechos humanos?
No cabe duda de que la estrategia europea de mostrar la zanahoria al burro y permitir la adhesión de Turquía al Consejo de Europa (1949), a la OTAN (1952), a la OCDE (1961), a la OSCE (1973) y al Grupo de los 20 (1999) debería concluir con la incorporación de dicho país a la UE. Los países europeos parecen haber descubierto, de repente, que ese país a quien trataban de contentar con toda clase de lisonjas y organizaciones internacionales, no es tan europeo como parecía y, ¡fíjense!, resulta que además, su población profesa mayoritariamente el Islam.
No parece justo que se haya obligado a toda una población, paulatinamente creciente, a mantenerse en una incomprensible dicotomía que bascula, desde Atatürk, entre la aplicación de una legislación de corte europeo (que prohibe el uso del velo y la poligamia) y las más arraigadas tradiciones, practicadas en zonas rurales, que contradicen dicha normativa con el tácito consentimiento de las autoridades locales. Ahora se les cierra la puerta del Cielo Europeo con un portazo en las narices, después de soportar ese esquizofrénico sacrificio durante más de 80 años.
Europa debe pronunciarse pero sin ingerencias externas, definiéndose a sí misma antes de que la definan los aspirantes o los Estados Unidos. Luego, que entre Turquía, Israel, o Argentina, si fuera menester.
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