Según la predicción de mi navegador Google, seis horas de viaje me aguardaban. Seis horas en una moto son palabras mayores. Sin embargo, lo que muchos llamarían (o llamaríamos) incomodidad, los coaches lo denominan “salir de la zona de confort”. Es básicamente lo mismo, pero la segunda opción está formulada en términos positivos y casi coactivos y te la endosan en cursos de desarrollo personal y well-being a 150 euros la hora. Yo procedo de una generación huérfana de libros de autoayuda y de gurús del enriquecimiento rápido, que hizo el servicio militar y que ni, en sus peores pesadillas, pudo imaginar que llegaría un día en que los señores se harían operaciones de transplante capilar o aumento de glúteos. Por eso, la incomodidad a la que uno se somete voluntariamente, está bien vista por mis lumbares.
Seis horas son más que seis horas. Viajar en moto, al menos para mí, invita a la contemplación, a la ralentización del tiempo. He aprendido que, para disfrutar de los paisajes y de los pensamientos que te asaltan mientras conduces, debes descansar, incluso aunque tu cuerpo no te lo pida imperiosamente. Suelo parar cada hora. Llevo una cámara conmigo. A veces, la aparición de una imagen seductora, digna de fotografiar, me recuerda mi compromiso con el descanso. Si toca una cafetería, un restaurante, una estación de servicio con asientos, aprovecho para leer. En esta ocasión, mi libro de viajes era de papel, “Portugal” de Lonely Planet. Me sirvió para trazar la ruta y preparar un milimétrico guión de visitas que luego desobedecí sistemáticamente.

Un trayecto de casi 500 kilómetros, en solitario, da para muchos pensamientos y paradas espontáneas. A veces el calor, que se va acumulando en el casco y en las piernas, es el mejor temporizador. Mientras escribo estas líneas, me doy cuenta de que el día de inicio del viaje fue un martes 13, del 13 de agosto. Mi descreimiento generalizado también abarca la superstición. No eché cuenta de las funestas admoniciones. El martes trece ni te cases ni te embarques, pero subirse a una moto no es estrictamente “embarcarse”. Sólo sé, que el día anterior tuve que trabajar hasta las tantas para dejarme el viaje descargado de obligaciones terrenales. Viajar en moto supone, hasta cierto punto, el abandono temporal del mundo, el aislamiento voluntario de la humanidad cotidiana y tu acercamiento a la realidad provisional que vas recorriendo. Quería evitar llevarme tareas en la cabeza aunque fuera a costa del sueño. Pero a las 7 de la mañana, cuando me desperté, todavía había algún email que enviar. Entre pitos y flautas, salí pasadas las 8. No hacía viento. El calor y la lluvia los tolero. El viento me intranquiliza. Todo hacía presagiar un viaje agradablemente tórrido, como corresponde al mes de agosto. Una parada en una gasolinera de Fuengirola y rumbo a Portugal.
Primer contratiempo
Ya han pasado unas semanas del viaje y no recordaba bien cuántas paradas hice hasta aparecer por tierras portuguesas. Acudo al Gran Hermano Google que me muestra, con inquietante detalle, lo que hice aquel martes 13 de agosto. Resulta que salí a las 8:24. Según Google, salí conduciendo un coche pero cuando hice mi primera parada, en el Hotel Restaurante Hispalis, de Mairena del Alcor (Sevilla), dos horas y veintiséis minutos más tarde, el tetraciclo se había transformado en una flamante motocicleta. Allí bebí un zumo de naranja y me di cuenta de que, pese a que había elaborado una minuciosa lista, olvidé apuntar algo imprescindible: los papeles de la moto. Las admoniciones se cumplían. El martes y trece empezaba a arruinarme el viaje. En España no había problema: tengo la documentación en la nube y mi aplicación de la DGT asegura que tengo todo en regla; pero ¿bastará eso en Portugal? Tras la zozobra inicial, decidí hacer frente a la desdicha acogiéndome a las matemáticas. En mi vida me habían parado en un control de carreteras mientras conducía una moto. ¿Por qué iba a ocurrir eso en Portugal? Nadie sospecha de un hombre de mediana edad subido a una moto. Como mucho, podría sospecharse que padece el síndrome de Peter Pan, la crisis de los cincuenta, o que trata desesperadamente de sacarle partido a las horas de gimnasio conduciendo un trasto de 250 kilos. Pero eso, aunque patético, no es delictivo. No podía permitir que los malos augurios me persiguieran, así que opté por encomendarme a la única santa disponible: Nuestra Señora de la Santísima Ley de las Probabilidades. Sólo ella podía disuadir a la Guardia Republicana de Portugal de pedirme los papeles de la moto y podría neutralizar a la temida Ley de Murphy.
Últimos pueblos españoles
Dos paradas más en suelo Español. La más relevante fue en Almendral, ya cerca de la frontera con Portugal. En una gasolinera pude detectar cierto ambiente fiestero. Farolillos de colores y unas barras de feria portátiles rodeaban un restaurante de gasolinera. Eran las fiestas del pueblo. Hubiera preferido un restaurante al uso, pero ya eran casi las cuatro y necesitaba una parada. Extremadura padece una notable escasez de ventas de carretera (¡si Don Quijote levantara la cabeza!). Mi carburador biológico me obligaba a repostar pero ningún restaurante se divisaba en lontananza. Donde paré sólo servían dos tapas. Callos y algo con queso (que no soporto en ninguna de sus expresiones). Sólo terminé la cerveza. Los callos eran prescindibles. Lo reconozco: soy delicado para las comidas. No podría ser un viajero profesional. Me moriría de hambre. Al menos, pude descansar. Me encontraba a pocos kilómetros de Olivenza, esa tierra de nadie, medio portuguesa, medio española, probablemente poblada de familias mixtas (el amor no conoce de fronteras y menos en el Espacio Schengen). No mucho más tarde de dejar los callos a medio comer, fui recorriendo sus calles principales. Un pensamiento fugaz se apoderó de mí. Me acordé de un reportaje emitido por Radio Televisión Española, tal vez en los años ochenta, que relataba las vicisitudes históricas de Olivenza-Olivença. Resulta que la ciudad fue transferida por Castilla a Portugal en el siglo XIII, pero ocupada nuevamente de facto por España con motivo de la guerra de las Naranjas de 1801, hasta que la ocupación se consolidó de iure en virtud del Tratado de Badajoz de ese mismo año. Portugal sigue reivindicando el territorio, alegando el incumplimiento de España de lo acordado en el Congreso de Viena de 1815, por el que nuestro país se comprometió a restituir la plaza. Hasta Saramago en su libro “Viaje a Portugal”, que compré, empecé a leer y hube de abandonar por invitarme insistentemente al sueño, reclama la restitución. Lo cierto es que la población de origen portugués ha sufrido un proceso de culturización hispano-castellana que difícilmente querría abandonar para caer de nuevo en la órbita de sus ancestros.
Era el momento de atravesar la frontera. Cuando vas en moto (y sin papeles) ese acontecimiento pasa de ser un hecho jurídico-político para convertirse en un hecho casi místico. Me sentí como un contrabandista de Moonfleet en la película de Fritz Lang, temiendo un súbito control de carretera. El aire sofocante te atonta. Las señales anunciando la inminente entrada en el país vecino se hacen más insistentes. Sin barreras, sin aduanas, casi imperceptiblemente, pasas de un Estado soberano a otro. Te sientes afortunado viviendo esta experiencia subido a un vehículo tan reducido, aunque tus lumbares te manden confusos mensajes de que ya no tienes edad para tales excesos. Un motorista español me adelanta y me saluda con la pierna derecha. Le respondo con mi mano izquierda. También viajaba solo. No soy el único pirado: eso me reconforta y, a la vez, me devuelve a mi vulgaridad terrenal. Mi primer destino ya empieza a aparecer en las señales de la carretera: Elvas. Primer bastión defensivo de Portugal contra su querida y temida Castilla -y España-. Por arte de magia mi navegador me quita una hora al atravesar la frontera, pero el reloj de la moto sigue marcando la hora española: aproximadamente las tres de la tarde.
Llegada a Elvas
Elvas no tarda en aparecer por el horizonte. Sobre una colina amurallada, a la que se encarama una catedral gótica tardía, se extiende la ciudad, que ya ha rebasado las antiguas murallas, conservadas como vestigios históricos. Paso cerca de su acueducto, construido entre el ocaso del renacimiento y los albores del barroco, lo que me recuerda, junto con el calor sofocante, la urgente necesidad de hidratación. Mi primera visita en moto a una ciudad portuguesa y ya vislumbro un problema que me perseguirá todo el trayecto. Las ciudades portuguesas tienen su centro adoquinado, lo que no es nada bueno para la conducción en moto, sobre todo, si la ciudad se yergue sobre un promontorio empinado. Elvas, ciudad tradicionalmente defensiva y, por ello, de difícil acceso, no fue diseñada para motoristas. Los motoristas tendemos a aparcar cerca de nuestro destino, aprovechando la maniobrabilidad del vehículo. La búsqueda de la comodidad nos conduce, a veces, a endiabladas ratoneras de las que cuesta salir. Normalmente, trato de evitar disgustos y desisto de itinerarios problemáticos. Ya era demasiado tarde. Cuando quise darme cuenta, ya estaba cabalgando sobre piedras resbaladizas hacia el punto más elevado de la ciudad, recorriendo estrechas calles adoquinadas donde aparcar se hacía imposible. La inclinación de las calles, y los escasos huecos libres, no permitían asideros seguros. La moto se me deslizaba. Encuentro un lugar que parecía fiable, pero tras apagar el motor, me di cuenta de que no podría sacar la moto por la inclinación, el adoquinado y la gravilla del suelo. Creo que no sudé tanto en mi vida, como en ese día, para devolver la moto a su posición de maniobrabilidad. Lo consigo y desciendo con cautela por la cuesta. Escarmentado, decido aparcar en la falda de la colina, en una calle casi plana, bastante lejos del centro. Una anciana de arrugas profundas y piel oscura, sentada en la entrada de una deteriorada casa, me vigila impertérrita, fumando un cigarrillo bajo un balcón de ropa tendida.

Dejo por fin la moto, y emprendo la subida a la ciudad, recorriendo a pie el mismo camino pero en sentido inverso. Llego al centro de la ciudad, a la Praça de la República, dispuesto a comer algo. Me informa el camarero de que por avería eléctrica generalizada todos los restaurantes están sin suministro eléctrico y no se sirven comidas en ninguno. Me conformo con una cerveza. El martes y trece, el calor que ya he sufrido, el hambre y el retraso que acumulo, me hacen desistir de visitar la ciudad. Disfruto de mi cerveza y decido reanudar mi marcha pronto. Elvas quedará para un próximo viaje. Todavía me aguarda un trayecto de más de una hora hasta mi destino. Me conformo con un paseo por la ciudad que no se deja adular debido al calor reinante. Ni siquiera saco la cámara fotográfica de la funda; me conformo con hacer fotos desde el móvil.
Último tramo del viaje
Más relajado, después de haber escapado de la ratonera elvense sin bajas ni daños colaterales y tras haber aceptado que ese día perdería dos kilos por el calor y por el hambre, retomé el viaje. Conducir una motocicleta permite poner a cero la contabilidad de las incomodidades, cada vez que arrancas el motor. Es como si tu contador vital empezara de nuevo, como si no tuvieras 55 años. Estaba empapado en sudor pero a esas horas ya sentía alguna brisa de aire fresco que se colaba por mi chaqueta o se filtraba por las rendijas del casco.
Una parada en Estremoz para no desfallecer de inanición y fue acercándome a mi destino, por carreteras cada vez más estrechas, atravesando diversas freguesías de Évora, carreteras que me retrotraían a mi juventud e, incluso, a mi niñez. Cuando antes me decían que España llevaba un retraso de veinte o treinta años respecto al resto de países europeos me sentía insultado. Ahora, ir a un país donde ese retraso es palpable me parece una bendición. Es una especie de regalo envenenado. Me hace sentir viejo y joven a la vez. En Portugal hay una línea divisoria entre “buenas” carreteras y “malas”. Las primeras son de peaje; pero las “malas” son las que hacen el viaje interesante y justifican hacerlo en moto. Las “malas” carreteras están razonablemente bien cuidadas, jalonadas de una variada vegetación, de árboles de altas copas, que proporcionan una sombra que amortigua el calor imperante.
Llegada a la Quinta de Louredo
Pasadas las cinco llego a la freguesía de Louredo, de pocos habitantes. Una vía principal, por la que apenas pueden cruzarse dos coches, me conduce a una entrada de gravilla, sin asfaltar. Mi instinto de supervivencia se dispara. Extremo precauciones. Hay baches profundos producidos por tractores oruga. Todo suena dentro del cofre principal de la moto, a mi espalda. Las herramientas, el dispositivo de alarma, el trípode de la cámara, todo suena como si condujera un coche de recién casados. Cada vez que me meto por carriles temo por mi ordenador portátil que siempre me acompaña. Mi destino era un cortijo de tierras y ganado que el agradable sabor del dinero había transformado en establecimiento hotelero. Me pareció una buena opción para un viajero solitario. Lejos del foco turístico, fácil aparcamiento, recinto protegido, habitaciones espaciosas y cómodas, piscina y buen precio.

Reconozco que cuando voy a Portugal sufro un reprochable complejo de superioridad lingüística, como supongo que lo padecen los británicos que visitan la Costa del Sol. Subconscientemente pienso que todos los portugueses hablan español o tienen el ineludible deber de aprenderlo o, al menos, chapurrearlo a un nivel aceptable como parte del servicio turístico que va incluido en la letra pequeña del contrato. Por si fuera poco, el español piensa erróneamente que el parentesco idiomático será suficiente para hacerse comprender sin recurrir a la pantomima ni al fraseo con detención en cada sílaba. Pues no. El portugués suele hablar en portugués y sálvese quien pueda. Y entender portugués es bastante más difícil que descifrar otras lenguas romances, como el italiano. Jamás encontrarás a un portuqués intentando chapurrear patéticamente el español. Sólo se dirigirá a ti en español cuando lo hable a un nivel aceptable para no sentirse ridículo. La señora que me atendió puso buena cara cuando la saludé en español. A continuación me preguntó si hablaba inglés.

Otras de las ventajas de viajar en moto es que uno va ligero de equipaje. La ropa esta contada. El desembalaje siempre es sencillo. Además, esa primera noche en Portugal la pasaría en una “quinta” portuguesa, que viene a significar “casa de campo”. Como estaba cansado, decidí cenar en la quinta. Sólo había un plato: lombo de porco preto, algo así como solomillo de cerdo ibérico. Había que reservar antes de las 18:00 h. Me apresuré en pedir mi mesa para las 22:00 h. En ese momento no me percaté que en Portugal se cena a la “europea” y que allí anochece una hora antes que en España. Esperando la cena, me remojé en la piscina. Estaba tan cansado que la lectura que llevaba y la comodidad de la hamaca me condujeron al sueño súbito. El chasquido del dispositivo kindle, al caer al suelo, me despertó. La siesta pudo más que la lectura y me quedé traspuesto.




La cena en la quinta
Cuando hice la reserva pensé que la hacía para un restaurante al uso. Pero no. Se trataba de un gran comedor situado en una estancia exterior a la casa de huéspedes. En su interior sólo había varios comensales. Una familia angloparlante en una mesa grande y una pareja portuguesa en una mesa mediana. Yo fui el último en llegar, acostumbrado a mis horarios españoles. El servicio lo componía una única persona, que rondaba la treintena, que hacía de maître, camarero, sumiller y chef. Un factotum culinario en toda regla. Respondía al nombre de Ricardo y lucía un bigote francés, con puntas afiladas en dirección al techo, apuntaladas con fijador. Como si me estuviera esperando, nada más entrar se dirigió a mí en una suerte de español, gramaticalmente correcto combinado con un ligero acento portugués. Me indicó donde estaba mi mesa y me anunció que mi plato ya se estaba haciendo. Me pareció muy exótico el servicio. Vestía una especie de delantal que cubría una ropa informal. Calzaba zapatillas deportivas. La informalidad contrastaba con un trato exquisito hacia los comensales. Departía con cierta fluidez en inglés y español y, por supuesto, en portuqués. Como él mismo había preparado el único plato del menú, podía dar toda clase de detalles sobre ingredientes y procedencias. El Alentejo (Alémtejo), etimológicamente “más allá del Tajo” (além-Tejo) es la región más extensa del país vecino y, a la vez, la menos densamente poblada. La región presume de una rica gastronomía que va más allá de las conocidas “migas a alentejana”, una auténtica explosión nuclear de calorías que conviene probar antes de padecer enfermedades coronarias. Y también de abundantes y ricos caldos, que difieren en aroma y color según la variada composición de sus suelos.


Dada mi ignorancia alentejana me dejé recomendar por el factotum, que me indicó el vino apropiado para el único plato que servía. Herdade da Candeeira Superior Tinto 2021.
Es difícil no sucumbir a fotografiar platos de comida cuando están bien presentados. Todos ellos tienen, inmediatamente después, el ignominioso destino de ser devorados y consumidos por despiadados jugos gástricos. Es como si se fotografiase a un reo antes de ser ejecutado, no con ánimo documental sino con propósito lúdico-festivo. Sucumbí al primario instinto carnívoro y a la irremediable comisión simultánea de dos pecados capitales: la gula y la soberbia (de la que la vanidad es una de sus más graves manifestaciones) e hice algunas fotos. Debo decir que más allá del efímero destino del porco preto, el plato estaba exquisito. Realmente era un plato para dos personas servido en un recipiente de barro. El vino alentejano maridaba bien con el plato recién salido del horno. La carne era tierna y se hacía un hueco entre las patatas y las setas, todo mezclado aunque no revuelto. El factotum visitaba las tres mesas, solicitando el beneplácito de los comensales. Sin embargo, esas visitas no eran impertinentes ni inoportunas. No indagaba sobre el origen ni el destino de los clientes; se limitaba a explicar cómo había elaborado el plato y de dónde había sacado los vinos, que él mismo seleccionaba de bodegas vecinas.
El postre fue un pastel de naranja de la casa -hecho por el factotum- con un licor muy afrutado con toques de canela, que según Ricardo era el único que podía maridar con el pastel.
Entre los efluvios del alcohol y el repaso de las visitas pendientes para el día siguiente, se fue extenuando el día y me fué devorando el sueño. Había sido una jornada larga y emocionante, que no podría haber terminado mejor.











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