
Un elemental principio democrático es el de la responsabilidad del pueblo en sus decisiones, de ahí que los tratados que regulan la doble nacionalidad suelan poner énfasis en prohibir el voto a quienes no residan habitualmente en el país al no hacerse responsables de sus decisiones y no sufrir las consecuencias de sus votos erróneos. Es obvio que la responsabilidad del gobernante es incomparablemente superior al del gobernado y lo mismo cabe decir de los operadores económicos -los bancos- con respecto a sus clientes, pero es probable que todos, por acción u omisión, hayamos metido a España en este pozo.
Llegados a este punto, en que los ingresos del Estado son muy inferiores a los gastos, y con independencia de culpables o inocentes, o grados de culpabilidad en la crisis, ¿alguien puede pretender que su sector de actividad, por importante que sea, quede ajeno a los recortes, a las reformas o las reestructuraciones? ¿No es una temeridad propugnar mantener el inviable sistema actual sin aceptar ajustes en la propia casa, aplaudiendo o alentando las que se hacen en casa del vecino?
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