La Real Galopecia Británica


La boda del príncipe Guillermo de Gales y Kate Middleton hubiera sido completamente instranscedente si no fuera por el hecho de que el novio mostró sin tapujos su alopecia galopante sin implantes ni extensiones hair and hair. Probablemente, muchos potenciales pacientes de clínicas estéticas o capilares se lo hayan pensado dos veces antes de someterse a los cientos de aguijones dolorosos de costosos implantes. Si el príncipe ha ondeado al viento sus cuatro pelos bien peinados a bordo de su Aston Martin descapotable,  a pesar de que el Windsor podía sufragarse por lo menos diez sesiones de pinchazos, será porque no es tan malo quedarse calvo.

James Hewitt, instructor de equitación de Diana de Gales

El gen defectuoso Windsor se ha hecho dominante en las cabelleras coronadas británicas, pese a ese empeño de las monarquiás europeas de diluir las taras reales por medio de nuevos pretendientes sanos y guapos aunque de extracción humilde. La exogamia no siempre produce los efectos perseguidos. La princesa Diana quiso dejar de ser un florero, para lo que se la había contratado, y sacó los piés del plato. De nada le sirvió mantenerse virgen e iletrada hasta que el príncipe Carlos  aterrizara su helicoptero de la Royal Navy en una calva de terreno de la campiña británica y le pidiera la mano. Lo que comenzó siendo una boda medieval, con novia encajada en cinturón de castidad y embutida en traje hecho de cortinas de salón victoriano, se convirtió en una tragicomedia con infidelidades consumadas a la sombra de los rosales de palacio. El amante ocasional, denominado Mayor Hewitt, grabó los gemidos reales y los difundió con toda lujuria de detalles en programas del corazón.

Mette-Marit de Noruega

Los ejemplos continentales no son mucho más edificantes. Las monarquías actuales tratan de justificar su  existencia recurriendo a los genes de vulgo. Más aún: explotan su faceta piadosa o paternalista  rehabilitando a ovejas descarriadas para convertirlas en princesas (tal fue el caso de la Mette-Marit noruega). En general las monarquías, por medio de las alubias de Mendel y los azares de la genética, tratan de inocular el Principio Democrático en una institución que sólo prevalece por acertadas maniobras de alcoba. Cada vez que una testa coronada se cruza con un súbdito, el resultado sólo tiene la mitad de genuina majestad; y cada cruce sucesivo de la misma especie disminuirá esa proporción. Es decir,  si Doña Leonor de Borbón se casara con un mancebo de farmacia, el descendiente sólo tendría un 25 por ciento de sangre azul; y si éste volviera a pecar de humildad, el retoño tendría un 12.5 por ciento. Generación tras generación los infantes españoles -de rasgos tan germánicos- se volverían ibéricos y cualquier parecido con los retratos de Velazquez sería pura coincidencia. Claro que la excesiva dispersión de genes haría que la institución perdiera su razón de ser cuando la gente tuviera que rendir vasallaje al nieto de un industrial de butifarras o a la hija de un aparcacoches.

Me resulta difícil encajar la monarquía en nuestros tiempos pero me parece más difícil comprender la actitud de esos monárquicos que pretenden justificar la institución aproximándola al pueblo a través de enlaces matrimoniales morganáticos, que no son más que una masiva infección de anticuerpos.

Ignoro si el príncipe Felipe de Borbón se ha puesto implantes o sigue algún tratamiento capilar, pero si fuera así debería suspenderlo y dejar que la naturaleza siga su curso y se cobre cuantos folículos sean necesarios. Solidarizarse con el pueblo, en la adversidad capilar, es uno de los deberes de un futuro monarca, como bien ha comprendido el retoño de los Windsor en su carrera al trono británico.

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