Las supuestas revoluciones democráticas árabes enfrentan al hombre con su pasado más vergonzoso. No hay buen nombre que sobreviva a sus idioteces pasadas. De vez en cuando una de esas nos alcanza de lleno. ¿Cómo pudimos ser tan idiotas entonces?
La Libia de Gadaffi había sido antes la Libia de Graziani, un militar chusquero que ascendió desde la soldadesca hasta el generalato merced a tiempos turbulentos y a la fidelidad al Duce. En ese experimento adimiensional que fue el Imperio Italiano, la tierra líbica fue escenario de batallas camelleras con Lawrence de Arabia y Al-Mukhtar a la cabeza, refugio de aventureros sedientos de fama, y recorrida tanto por exploradores de la Royal Geography Society a la caza del Oasis de Zerzura como por la XV División Panzer de Rommel, el zorro del desierto. ¿Por qué atraía tanto a los occidentales esas tierras tan inhóspitas cuando nada hacía presagiar que contenían tantas riquezas subterráneas?
Gaddafi sacó pecho en 1986 cuando Reagan quiso darle una reprimenda por su apoyo al terrorismo, que entonces no era islámico, sino simplemente internacional. Estados Unidos mandó la VI Flota y la ancló en el Golfo de Sidra, desde donde partían las misiones que bombardearon distintos puntos estratégicos de Libia. Ataques de bisturí que dejaron secuelas colaterales. Una hija de Gaddafi murió a resultas de esos ataques, tenía pocos años de vida. Se le privó de una cómoda existencia. El parentesco con el líder servía para hacer carrera en la administración. Sus genes dispersos eran currículum suficiente para ocupar cargos de responsabilidad.
En general 1986 fue un año difícil para la izquierda visceral, esa que confundía ser de izquierdas con ser antiamericano. 1986 fue el año del bombardeo americano a Libia, el año posterior al referéndum sobre la permanencia de España en la OTAN (permanencia patrocinada por el PSOE), el año de la entrada en la Comunidad Económica Europea: el año en que ya no cabía la vuelta atrás. En cambio, ciertas dictaduras norteafricanas, vapuleadas por Estados Unidos, coqueteaban con una URSS que se venía abajo sin remedio. El Egipto de Mubarak, la Argelia de Ben Bella o la Libia de Gaddafi se calzaron el socialismo más retrógrado y lo adaptaron a sus grandes extensiones desérticas, nacionalizando las riquezas naturales que fueron concentrándose, como ahora se ha visto, en muy escasas manos. El enfrentamiento al monstruo americano convertía a los dictadores en mártires que merecían la solidaridad mundial.
Uno de esos grandes solidarios fue mi profesor de química. Tras el ataque a Libia de 1986 dedicó dos clases a insultar a Reagan y a ensalzar a Gaddafi que había sacado al pueblo de la extrema pobreza, plantando cara al gigante americano. Una cosa era deplorar el ataque (que se comprende) y otra era alinearse con los dictadores a los que, idealmente, se combatía por «antidemocráticos».
Han pasado 25 años y no hay memoria que resista a cinco lustros de exposición pública. ¡Cuántas estupideces se dijeron entonces y cuántas tendremos que oir ahora!
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