Los recuerdos discurren difusos. Mi memoria no acierta a denominarlos cronológicamente, tan sólo son hechos huecos y escurridizos, como si el alcohol que antes los atraía hoy los aborreciera. Sólo acierto a recordar con exactitud el comienzo de mi historia, el olor a cortinas desteñidas y sabor de las voces de borrachos y porreros que provenían de la calle. La noche cubría pronto en Cálmaco y a ciertas horas en el invierno meridional sólo hay lugar para maleantes que pasean su miseria entre las estrechas calles, silbando y graznando, de refugio en refugio, de vaso en vaso de vino. Aquella noche no había bebido tanto como de costumbre. Yo que había acudido a esas lejanas tierras a abandonarme definitivamente en mi declive hice una pausa. Tal vez fuera el malestar estomacal, el aguardiente apenas destilado que sulfuró las desconchadas paredes de mis intestinos y me clavó al retrete todo el día antes, o tal vez fuera la noche que no me cerró los ojos suficientemente (aunque yo lo necesitaba.) El caso es que de lo único que puedo dar fe en la increíble historia que les cuento es lo que ocurrió en la puerta de mi pieza, porque mi vigilia estaba seca y mi lengua encallaba en el cielo de mi boca.
Las noches se hacen tibias cuando el sonido de voz quebrada las espanta. Eso pensé cuando los sonidos de la calles se hacían dolorosos. Al principio pensé que se trataba de una de las tantas peleas callejeras. Pero la noche era más oscura que de ordinario. Los vestigios de las escasas bombillas rechinaban contra el suelo. Los mozos habían encontrado un deporte tenebroso. Golpear las cabezas de los transeúntes contra las farolas. Después de que se apagara la última luz, bajo el auspicio de la luna llena, vi una camisa ensangrentada. La sangre era roja oscura, casi marrón profundo, lo que barruntaba una muerte inminente. El desgraciado se tambaleaba, alejándose de sus verdugos. Éstos también tomaron el camino opuesto –no por temor a la autoridad sino al mal fario atribuido a los asesinados-. Desde mi ventana, sus visibles lesiones, me sugerían el olor de la muerte. Por un momento me inquietó el deseo de salir al socorro; pero luego, me acordé que en mi declive había renunciado a agradar. Cálmaco era así. Cada cual se calzaba su destino y dejaba a los demás al libre albedrío del caos. Las lesiones del infeliz eran nefastas.
Era un hombre en liza con la ancianidad, debió lucir un respetable cabello plateado, ralo por la frente; un encorvamiento natural –agudizado por los golpes-. Una esquirla de cristal se había alojado en un ojo. Tal vez otra (o un objeto puntiagudo metálico) había hecho lo mismo en su cerebro, tras perforar el cráneo. Se tambaleaba agónicamente describiendo arcos cada vez más largos. Me inquietaba su último aliento. Mi colección de muertos (todos aquellos que mis ojos vieron) no contenía últimos suspiros. No conocía la sensación ni el pensamiento furibundo que albergaba la muerte del que se sabía muerto. Debía ser una mezcla entre impotencia (por no poder burlar el destino) y apresuramiento (por acelerar lo inevitable.) A lo mejor también daba tiempo a ponerse en el pellejo de los demás y pensar sobre lo que pensarían los que, como yo, impasibles, contemplaban la agonía. Mi celebrada vigilia seca sólo acertaba a describir el paisaje y el personaje, mientras se acercaba a la puerta de mi alcoba. Noté que con el ojo sano –también cubierto de sangre por las heridas circundantes- esforzaba la búsqueda. Se apoyó en la columna del breve porche de madera que amparaba todas las piezas, incluyendo la mía. Miró los números sobre los portales y detuvo su búsqueda en mi puerta. Le alcanzaron fuerzas para emitir un aliento de suspiro pero el peso de su cabeza lo inclinó estrepitosamente contra la puerta y se golpeó contra la madera astillada.
El golpe sonó hueco dentro de la pieza. La decoración interior no estaba destinada a recibir visitas y me sorprendió un súbito acceso de rubor. La barraca que alquilé al viejo Linares un mes antes no era digna de nadie –por mucho que para conseguirla hubiera de adelantar cinco meses-. Luego caí en que sólo se trataba de un anciano moribundo. Cuando abrí la puerta el visitante yacía con la cara hacia abajo. Sus largos brazos ya estaban extendidos e inertes. Una mano se había destensado y la otra continuaba asiendo un maletín de viaje. Levanté la vista hacia la noche y sólo contemplé la luna y las luces de las ventanas que estaban encendidas, invitadas por la expectación. Como ya no podía ofrecer hospitalidad ni hospedaje, pues sospeché que el anciano había muerto, decidí arrastrarlo hasta el interior de la pieza. Juro que ni reparé en el maletín, que continuaba prolongando la mano; sólo fue un acto mecánico, piadoso, romántico o cristiano. No me pareció acertado dejar un cadáver –todavía sangrante- a la intemperie. La noche de Cálmaco no lo reclamaría.
Las piezas que alquila el viejo Linares son de una planta, escuetas, amuebladas de deshecho. La única habitación se encuentra dividida por departamento imaginarios, que sólo separan el aire interno mediante sencillas cortinas de plástico. En uno de esos departamentos está el retrete, todavía fétido de la noche floja. En el otro hay un fregadero simbólico, pues ofrece un servicio limitado, y donde se agolpan platos y vasos sucios. Por tanto sólo pude acomodar a mi invitado en el salón – dormitorio. Vertí en una palangana agua de la tinaja y con una esponja infecta limpié la cara del anciano. Poco a poco fui excavando sus facciones, retirando los elementos que le causaron la muerte. El contenido de la palangana, originalmente parduzco, se tornó en rojo intenso. El agua se hacía hueco entre las impurezas –que eran cristales y esquirlas metálicas-. Desafiando el límite de mis sentimientos piadosos, decidí cambiar sus ropas. Sabía que a la mañana siguiente lo arrojarían a una fosa común después de despojarle de todo lo valioso. Me propuse presenciar unas exequias dignas y abrí el armario para sacar una guayabera blanca –la única que se adaptaba siquiera penosamente al concepto de limpia.-
Había visto muchas veces el rigor de la muerte, de modo que me apresuré a desvestirlo antes que nos alcanzara. El primer obstáculo era el maletín que asiera con fuerza en vida. Aun cuando los músculos todavía no eran rigurosos, conservaban el último aliento y la penosa voluntad de impedir el arrebato. Uno tras otro forcé los dedos hasta la máxima extensión. El asidero quedó libre y separé el maletín de un golpe vigoroso para que no molestara. Luego me apliqué en mi labor de sacerdote funerario.
Cuando hube terminado, dejé al muerto por un momento en su posición de decúbito y me senté en el único sillón. Aquél fue sin duda un extranjero. Quién si no se atrevería a andar aquellas horas por Cálmaco. Quién con una maletín. Sólo un extranjero, ajeno a las costumbres nativas osaría a tanto. Además, el extranjero era muy llamativo, sin duda septentrional, o de la vieja Europa. Su ojos eran azul grisáceos, como los míos. Su piel blanca palida –sin duda síntoma de la vejez- ni siquiera podía ser criolla. A lo mejor fue comerciante, máquinas europeas para las extensas plantaciones de café. O traía nuevas semillas, mejoradas genéticamente. Mi curiosidad me condujo de inmediato al maletín que encontró amparo en una esquina de la pieza. No fue difícil burlar el mecanismo de bloqueo, bastó un palillo de dientes y la hebilla del zapato del viejo. Lo abrí con ceremonia, consciente de que profanaba ya una reliquia. En el compartimiento más delgado hallé una Biblia en alemán, la tomé en mis manos con fruición, pues hacía años que no me encontraba tan súbitamente con mi lengua materna. Era extraño. ¿El visitante era alemán, como yo? ¿Dos alemanes en Cálmaco? ¿Dos en una noche? ¿Y en la misma pieza? Para colmo también era católico. Era una Biblia post-conciliar, con tapas de piel caprina resecada y hojas extrafinas que crujen y nunca se deforman. Apunté a la teoría de misionero selvático a la par que profundizaba en la investigación. En el compartimiento básico, me sedujo una carpeta de pastas azules. Sobre ella una garrapateo de letras dislocadas: Hans Lüger. MI NOMBRE. Mi nombre en una carpeta hallada accidentalmente en Cálmaco. La abrí sin miramientos entre latidos incontenibles.
Hurgando entre el contenido profanado, concluía que era un hombre que había gozado de cierta cultura. A lo mejor por esta causa, en su última etapa, había sucumbido a las dudas. Puede comprobar que leía con fruición el Babel y la Biblia de Delitszche, y que anotaba al margen comentarios en letra diminuta. Una edición en latín de La catequesis de los rudos de San Agunstín se afanaba en sobresalir sobre cierto desorden. En el portalápices tres rotuladores de distintos colores ponían una nota entrañable: sin duda había sido un hombre metódico, de comidas programadas, de reuniones evangélicas en la iglesia local, un hombre que se esforzó en complacer al prójimo como mandaban las escrituras.
Era jesuita. Lo noté por el distintivo imperdible cobrizo. Instintivamente agudicé el oído, como hacen los buitres cuando comienzan a devorar las entrañas –cuando se sienten más indefensos-. El silencio de Cálmaco todavía era sepulcral por más que el sol no tardaría en emerger. Buscaba más objetos que relacionaran al muerto conmigo. Entre unos folios vacíos hallé un sobre y decidí culminar la profanación. Lo abrí con tacto nervioso como aguardando una resolución inmediata.
En su interior se encontraban un pasaporte recién emitido a mi nombre y un pliego de papel cuidadosamente plegado. Reconocí al instante la quebradiza caligrafía de mi madre a lo largo de aquel papel que resultó ser una carta manuscrita. Mi madre, por medio del difunto, reclamaba mi presencia en Frankfurt, ahora que mi padre -no lo supe hasta ese momento- había fallecido súbitamente de tristeza. Por un momento, entre el olor espeso de la muerte, se hizo hueco un descolorido sentimiento de melancolía. Recordé a mi madre todavía joven, y su cara desdibujada cuando supo que quería ingresar en el seminario, desbaratando el proyecto profesional que mi padre me había diseñado. No sentí dolor por mi padre; imaginé que habría muerto hacía años; o deseé que hubiera muerto hacía años; o dejé de sentirlo vivo hacía años. Con el anciano yaciente, allí enfrente, la idea de mi padre se me hacía todavía inexistente, como si nunca hubiera nacido en mí. Traté de construir su rostro pero ya no pude, su rasgos se habían desvanecido o habían naufragado entre noches densas de alcohol. Sólo pude rescatar el recuerdo de mi madre y me la imaginé con cabellos blancos, meciéndose a ratos, escribiendo esa carta de trazos temblorosos mientras bebía una taza de café.
La noche de Cálmaco sucumbía ante los primeros rayos del alba. Sólo me quedaba la decisión de quedarme o regresar a mi patria y vivir allí mis últimos años. Sabía que mi vida de excesos me arrancaría la vida antes de tiempo; incluso pensé que mi madre no sobreviviría si tuviera que sobrevivirme. El anciano que yacía en mi pieza era el preámbulo de mi propia muerte; tal vez yo fuera el propio anciano en el que me había reflejado, lleno de años y arrugado, como en un cristal empañado. Aquel anciano me había regalado su vida en un acto piadoso y estúpido. Yo le debía estar vivo por lo menos unas horas más ahora que el porvenir se había desentendido de mí. Los rayos de sol ya se colaban por las rendijas. La cara del viejo parecía sonreír. El silencio seguía siendo silencio.
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