
Un hombre siempre ha de tener un lugar donde escapar.
Con el tiempo sospeché que cuando me dijo estas palabras no se refería sólo a un refugio espiritual. Hablaba de un sitio geográfico que debería cumplir ciertas condiciones. Que nadie te conozca (o poca gente); que tú no te sientas ignorado y apartado de todo; y que sus habitantes te entiendan aunque hablen lenguas indescifrables. Este lugar debe alimentarse diariamente con recuerdos que nunca has vivido y con sensaciones que nunca has tenido; creando un sitio insondable que no puede hallarse mediante GPS ni órdenes de detención europeas y donde probablemente no lleguen noticias alarmantes ni programas de sucesos. Ese lugar en medio de ningún continente se vuelve más confortable mientras devora las desdichas cotidianas. Va componiéndose día a día, haciéndose más consistente y denso mientras tú sientes que navegas a la deriva. Cuando compruebes que ya está construido, y puedas situarlo en un mapa con tu dedo índice, será justo el momento de apearte de tu mundo y subirte al nuevo.
¿Cuándo sabes que ha llegado el momento? – pregunté incrédulo, desde el otro lado del cristal.
Y me dijo: Yo también he tenido esta sensación muchas veces. En un locutorio de una cárcel. Y ante un preso cualquiera.
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