Todos los héroes casi anónimos


El actor James Stewart me recuerda a mi padre. Por una extraña carambola cinematográfica he asociado ambas figuras. La culpa de esta asociación la tiene la película «The Spirit of St. Louis» de Billy Wilder (1957) -que en España se titularía «El héroe solitario» – que narraba la gesta de la primera travesía aérea transatlantica sin escalas en solitario, que llevara a cabo el jovencísimo piloto norteamericano Charles Lindbergh en 1927, cuando contaba 25 años. Nunca vi a mi padre ver esta película, a pesar de que las televisiones emitieron la cinta muchas veces durante su vida; sin embargo cada vez que veía aparecer al actor americano aludía a la película de Wilder y a la travesía atlántica, concluyendo que era «un actor fabuloso». No sé si mi padre admiraba a Lindbergh o James Stewart, o tal vez confudiera ambos personajes, pues se habían asociado en su mente de una manera inextricable. El cine nos devuelve historias mentirosas que nosotros, a base recordarlas, la convertimos en verdad.

Cuando se rodó la película, James Stewart tenía 48 años y sin cirugías estéticas, botox, ni inyecciones de ácido hialurónico se había convertido en un chiquillo de 25. Por esa época Stewart rodó fantásticas películas bajo la dirección de Alfred Hitchcock como la Ventana indiscreta (1954), El hombre que sabía demasiado (1956) o Vértigo (1958), en las que ya interpretaba a un hombre entrado en años, con el pelo plateado,  arrugas pronunciadas en torno a los ojos, con familia numerosa o convertido en un soltero empedernido; papeles más acordes con su edad.  Incluso cuando aparecía en Historias de Filadelfia (1940) al lado de una hombruna y delgada Katherine Hepburn, mi padre recordaba al aviador Lindbergh y, por supuesto, al James Stewart que lo encarnó en la película que vivía en su memoria como enteramente cierta.

Charles Lindbergh junto al Spirit of St. Louis

Equivocadamente encontré dos similitudes en la biografía de Lindbergh y la de mi padre. Una era evidente: los dos fueron aviadores. La otra es una mera suposición: los dos habían nacido para hacer una cosa bien en la vida, volar; rasgo propio de quienes encuentran su vocación a unas edades muy tempranas. Apenas habían escapado de la adolescencia tripularon sus primeras aeronaves, sensación, la del primer vuelo, que tal vez les acompañara durante toda su existencia, y que les serviría para disculpar sus errores cotidianos (que inevitablemente todos cometemos). Lindbergh, en los años posteriores a la proeza, tomó partido por posiciones un tanto radicales. En 1939 mostró su apoyo a Adolf Hitler y se declaró a favor de los partos selectivos. Si bien en un principio patrocinó el aislacionismo, una vez que Estados Unidos entrara en la II Guerra Mundial, participó activamente en misiones en el Pacífico y en Europa al servicio de las fuerzas aéreas estadounidenses, dejando a un lado sus simpatías pretéritas. Gesto que le valió el perdón de la memoria colectiva y que sus desviaciones se transformaran en meras anécdotas o sencillamente fueran olvidadas y que la película de Billy Wilder se pudiera rodar años más tarde y que mi padre la viera alguna vez en alguna sala de cine y que, por esa causa, llegara a admirar a James Stewart.

Lindbergh recibiendo una medalla de manos de Hermann Göring, en nombre de Adolf Hitler

El olvido no sólo se adueñó de ese territorio negro de la biografía de Lindbergh sino que depuró la Historia de competidores incómodos. Lindbergh monopolizó la lista de héroes transoceánicos, desplazando de la misma a quienes habían hecho lo mismo que él, antes y después de su gesta. El primer vuelo transatlántico, protagonizado por los británicos John Alcock y Arthur Whitten Brown, en 1919, se ha confundido con el de Lindbergh, atribuyéndose a éste la inauguración de tales vuelos. A la hazaña también se la despojó de esos elementos viles que pudieran ensombrecer la gloria del autor; como que Lindberg no emprendió la travesía por amor a su Patria o para engrandecer a la Humanidad sino para optar por el premio de 25.000 dólares de la época ofrecido en 1919 por el filántropo francés nacionalizado americano Raymond B. Orteig  al primer piloto que realizara un vuelo trasatlántico sin escalas entre Nueva York y París. Tampoco convenía recordar que Lindbergh falleció de muerte natural y no tuvo una muerte trágica, reservada sólo a los héroes persistentes. En los años posteriores a la travesía otros aviadores llevaron a cabo empresas semejantes que no fueron ya digeridas por una opinión pública empachada de éxitos aeronaúticos que habían carecido del don de la oportunidad: no haber sido los primeros.

A uno de estos olvidados héroes me lo topé casi por casualidad en un escapada de bicicleta por las inmediaciones de Bicske, donde pasé temporadas, un pueblo situado a unos 35 kilómetros de Budapest. Una piedra, modesta, parecida a un mojón kilométrico dibujado por el lápiz de un niño, recordaba el punto exacto donde una pareja de aviadores culminaba una travesía transoceánica en 1931, mostrando una leyenda:

Ezen a területen ert földet Endresz György és Magyar Sándor az oceán átrepülese után 1931 július 16-án. [En este terreno tomaron tierra György Endresz y Sándor Magyar tras su vuelo sobre el océano el 16 de julio de 1931]

György Endresz

Pregunté a mi familia política (de Bicske) sobre el suceso y sólo pudo darme noticias gruesas, sin mayores detalles. Sabía que un aviador había aterrizado en las tierras del pueblo después de cruzar el atlántico, sin poder precisar más sobre la vida del aviador que lo logró, György Endresz y su navegador, Sándor Magyar. Probablemente cometa una injusticia apartando de mi relato a Magyar pero poco hallé su vida que no fuera aquel episidodio que viviera junto a Endresz. La curiosidad me condujo a la biblioteca pública de Bicske. Allí pude encontrar algunos retazos de la biografía del piloto húngaro; los suficientes para reconstruir su vida al menos en lo fundamental y los suficientes para comprobar que, al contrario que Lindbergh, la vida de Endresz ofrecía el patrón propio de la vida del héroe: noble propósito, gesta heroica y desenlace trágico.

György Endrész fue un producto de la azarosa Historia húngara de entreguerras y miembro de una generación que creció inmersa en la frustración y en el sentimiento de ser víctimas de una terrible injusticia. Tras la Gran Guerra, Hungría pierde dos terceras partes de su territorio; situación de facto que vendría a confirmarse jurídicamente en el Tratado de Triano de 1920. Endresz fue uno de esos tres millones de húngaros que vio como su tierra pasara a manos otros Estados. En concreto, Perjámos, pueblo natal del piloto, situado en la región del Banato, acabaría formando parte de Rumanía. Para realizar la travesía, Endresz, que fue distinguido aviador durante la Primera Guerra Mundial, contó con donaciones altruistas de húngaros residentes en Norteamérica y, sobre todo, la financiación de Lord Rothermere, pionero de la prensa tabloide británica (copropietario del Daily Mail y del Daily Mirror), simpatizante de la causa húngara y partidario de la revisión del Tratado de Trianon, que aportó a la aventura 10.000 dólares.

El Justice for Hungary

El dinero recaudado fue bastante para fletar un potente Lockheed Sirius 470 LE bautizado como Justice for Hungary, nombre que llevaría escrito a  lo largo del fuselaje. Endresz, junto al navegante Sándor Magyar, parten de Terranova (Canadá) dispuestos a realizar un viaje transoceánico, en el que reivindicarían una solución al problema húngaro y una reparación histórica, y finalizaría en Budapest, tras volar casi 6.000 millas. Por agotamiento del combustible Endresz y Magyar no pudieron culminar la hazaña de la manera prevista; el apresurado aterrizaje de emergencia en los campos de Biscke, a pocos kilómetros de la capital, dio a la gesta tintes épicos inesperados, que hubieran debido servir para magnificarla aún más. Los héroes consiguieron aterrizar el avión sin ningún desperfecto; si bien las fronteras de Hungría se mantuvieron inalteradas hasta la actualidad, como era de esperar.

Monumento a los aviadores inaugurado en 2006

En 1932, Endresz fue invitado a Roma a una reunión de pilotos oceánicos, encontrando la muerte en el aeropuerto Littorio de la capital italiana, al desprenderse una de sus alas, momentos antes de tomar tierra, y estrellarse a la vista de muchos espectadores que acudieron a recibirlo. Aun cuando la Historia se haya empeñado en olvidarlo, todavía se le recuerda vagamente, en forma de obras civiles, una escuela, calles y esa piedra con la que me topé casualmente, a la que se acompañó con un monumental bloque de basalto algo más elaborado, sobre el que se dibujó el avión Justice for Hungary. El día de su inauguración, en el año 2006, se organizaron actos en memoria de los dos aviadores y una exhibición aérea sobrevoló el lugar.

El 6 de octubre de ese mismo año, a mi vuelta de Hungría y justamente a la hora en que mi vuelo de Malév despegaba del aeropuerto Ferihegy de Budapest hacia Málaga, mi padre despegaba por última vez del aeródromo de Castellón, precipitándose momentos después sobre unos jardines de chalets colindantes, logrando esquivar la colisión contra viviendas habitadas y no causando más que su propia muerte. A lo mejor mi padre siempre admiró a James Stewart porque interpretó al héroe que él creía que era Charles Linbergh y que verdaderamente era György Endresz o él mismo, o muchos seres casi anónimos que la Historia no les depara el reconocimiento ni el cine alguna cinta depurada de todo elemento humano y, por tanto, despreciable. Unas líneas más arriba dije que creí encontrar en la biografía de Charles Lindbergh similitudes con la de mi padre. Probablemente así fuera. Los dos -realmente los  cuatro- nacieron para volar.

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