Eslovaquia y Hungría: tensiones interétnicas en la Unión Europea


Minorías húngaras en Eslovaquia

Hemos asistido en estas semanas a una escalada de tensión en las relaciones entre Hungría y Eslovaquia que nos ha transportado de pronto al escenario previo a la incorporación de estos dos países la Unión Europea y más concretamente a los años 90. Por ahora, el acto final ha sido la aprobación por el Parlamento Húngaro, en mayor de 2010, de una ley que concede la ciudadanía húngara a los húngaros transfronterizos, es decir a los miembros de las minorías húngaras que quedaron en territorios que, tras la Primera Guerra Mundial, pasaron a soberanía de otros Estados. Una nada despreciable cantidad de unos dos millones y medio de personas que han mantenido sus eternas reivindicaciones y una nostalgia inquebrantable a la Gran Hungría de sus abuelos. Ley, que entrará en vigor en 2011, a la que la parte eslovaca ha respondido contundemente anunciando que aquellos ciudadanos eslovacos de etnia húngara que adquieran la nacionalidad húngara perderán la eslovaca.

La historia reciente de los dos países, es decir, la que arranca de la caída del Muro de Berlín y la subsiguiente descomposición de la estructura política del Telón de Acero, está caracterizada por un difícil equilibrio entre la política europea y la regional o lo que es lo mismo entre reivindicaciones europeístas y peleas de patio de vecinas. Estas peleas se enfriaron interesadamente con la finalidad de no obstaculizar las aspiraciones de adhesión a la Unión Europea; cumplido el objetivo de integración, se vuelve a abrir la veda.

En la cuestión de las minorías centroeuropeas la Unión Europea desde un primer momento tomó una postura caracterizada por la tibieza. Por un lado reconocía que la cuestión de la minorías era un potencial foco de conflicto, condicionando las futuras candidaturas de los Países del Centro y Este de Europa (PCEEs) a que se asegurara la el respeto de los derechos humanos, y en especial, la de las personas pertenecientes a las minorías nacionales; y por otro dió el visto bueno a las nuevas incorporaciones -Hungría y Eslovaquia, en 2004- sin constatar ni tener garantizado que los problemas se habían resuelto satisfactoriamente, trayéndo el conflicto al seno UE por si ya no tuviéramos pocos.

Desde los Criterios de Copenhague (1993) hasta la primera oleada de adhesiones de 2004, no podemos negar los esfuerzos desarrollados por la UE para desenquistar la eterna cuestión. Tal vez pensando en que la mejora de la situación económica que necesariamente conllevaría la ampliación para los nuevos miembros acabaría por hacer olvidar esas reivindicaciones territoriales, la UE se conformó con auspiciar una serie de textos e instrumentos jurídicos de escaso o nulo valor coercitivo (eso que se conoce como soft-law). La UE pensaría que más valía cerrar documentos programáticos, de buenas intenciones, susceptibles de ser desarrollados en el futuro dentro de una Unión fronteriza, que alentar los permanentes oprobios y ajustes de cuentas. Claro no pensó, que una crisis económica sin parangón en la historia estaba a la vuelta de la esquina, y cuando la gente tiene hambre (en el más amplio sentido de la palabra) se acaba agarrando precisamente a esos eternas reivindicaciones imprescriptibles que aparecen, como los ríos españoles, en época de crecidas.

En este contexto de distensión y con el loable fin de arreglar eso problemillas se celebró, a iniciativa del la Unión Europea, la Conferencia sobre el Pacto de Estabilidad en Europa (París, 1994), que acabó por plamarse en el Pacto de Estabilidad (1995), firmado por 52 países miembros de la OSCE. Un particular tratado no vinculante, de esos de buena voluntad y de fraternidad universal. Lo más importante de este tratado es que servía de paraguas para numerosos acuedos biletarales de buena vecindad, unos ya celebrados por entonces y otros que habrían de firmarse en los años venideros; todos estos acuerdos tratan, total o parcialmente, el tema de la protección de las minorías. Para desgracia de todos, estos acuerdos bilaterales son en su mayor parte instrumentos soft-law, es decir, el Pacto de Estabilidad (soft-law) remite acuerdos que también se caracterizas por la escasa coercibilidad e la imposibilidad de invocación ante jurisdicciones locales, por tratarse de declaraciones que requieren de desarrollo normativos nacionales que se posponen, se dilatan o contraen a discreción de los interesados.

La UE resuelta a dar rienda suelta a las aspiracione adherentes va dando por zanjada la cuestión de las minorías a poco que se le den mínimas muestras de haber comenzado los aspirantes a hacer los deberes. Hungría y Eslovaquia no fueron una excepción y aparentaron un período de distensión que se torcía a las primeras de cambio. Sin ir más lejos y dentro de ese paraguas del Plan de Estabilidad, se firmó en París, en 1995, el Tratado de Buena Vecindad y Cooperación Amistosa entre la República de Hungría y la República Eslovaca. Firma que se hizo sin la inéquivoca intención de enterrar el hacha de guerra y pasando superficialmente por la espinosa cuestión de las minorías nacionales, habida cuenta de que dicho tratado, insistimos, era un documento soft law.

El tratado recogía los estándares de derechos humanos sobre protección de minorías, como los derechos de libertad de expresión; a mantener la identidad étnica, cultural, lingüística o religiosa; a usar la lengua materna en sus contactos con la administración; y ello acompañado de la obligación de los Estados de abstenerse de adoptar políticas de asimilación y de alterar proporciones de población para restringir derechos de minorías. Se supuso que el documento ponía fin, al menos nominalmente, a un periodo de extremismos y fricciones étnicas entre los gobiernos de József Antall en Hungría y Vladimír Mečiar en Eslovaquia, inauguradas oficialmente en 1990, cuando despúes de las elecciones de parlamentarias húngaras, celebradas en marzo de ese mismo año, el nuevo Primer Ministro, no comunista, József Ántall declaró que el era Primer Ministro de “todos” los húngaros, queriendo significar que él tenía el derecho de participar en todo lo que atañía al bienestar de todos los húngaros, incluyendo los que vivían en países vecinos como Eslovaquia, Rumanía o Serbia. Estas declaraciones inauguraron un periodo de máxima tensión verbal entre los gobiernos eslovaco y húngaro, que el tratado de buena vecindad no contribuyó a enfriar definitivamente; hasta el punto de que luego de firmarse, Eslovaquia demoró artificialmente su ratificación, a la que finalmente se plegó obligada por las presiones internacionales, encabezadas por la Unión Europea. Mientras que Hungría, principial beneficiada, se apresuró a ratificar el tratado en junio de 1995, Eslovaquia alargó el procedimiento hasta marzo de 1996.

Pese a esta forzada ratificación, la tensión diplomática continuó subiendo escalones, llegando al extremo de proponerse, por parte de Meciar, en agosto de 1997, el intercambio de las minorías, húngaras y eslovacas, existentes en cada país. O lo que es lo mismo, intercambiar los 39.000 eslovacos de Hungría por los 600.000 húngaros de Eslovaquia.

Las tensiones vienen retroalimentadas por la parte húngara y eslovaca en un bucle interminable de acciones y reacciones, hasta el punto de ser difícil, ya en 2010, precisar quien empezó primero, o si fue antes el huevo o la gallina. Las normas restrictivas eslovacas que colisionan con los estándares de derechos humanos de las minorías (el uso de lengua materna, enseñanza, derecho a la autonomía, etc.) tienen su origen, según la versión eslovaca, en las eternas reivindicaciones húngaras que atentan contra la integridad del Estado, que persiguen en último término la anexión de una parte de país a Hungría; mientras que la versión húngara sostiene que esas actuaciones diplomáticas agresivas no son más que medios de defensa contra esa política que estrangula la supervivencia de la extensa minoría húngara que alcanza alrededor de un 10 por 100 de población total de Eslovaquia. Y es precisamente el tema «húngaro», desde una u otra perspectiva, el que más irresponsablemente se maneja a cada lado de la frontera cuando lo ocasión se muestra propicia, generalmente coincidiendo con unas elecciones generales. En este escenario es fácil identificar a los damnificados. Son los miembros de la minoría húngara que ven como sus derechos humanos a duras penas llegan a esos mínimos aconsejables.

No sería justo individualizar culpas, ni últil vivir eternamente en un continuo flashback hacia las injusticias, siempre discutibles, de la Gran Guerra y del Tratado de Trianon, por el que Hungría es desmembrada y una enorme población de húngaros quedó atrapada en Estados, hasta entonces, extranjeros y hostiles. El proceso de ampliación de la UE hacia el Centro y Este de Europa brindó una inigualable oportunidad para resolver los conflictos o, al menos, canalizarlos hacia la solución definitiva. Sin embargo esta oportunidad fue desaprovechada. La UE empeñada en ampliar a toda costa sus fronteras exteriores, se conformó con pasar de largo por las fronteras internas de cada Estado y todo lo que ellas tenían de oprobio, de resentimiento y de foco probable de tensiones y conflictos. Partiendo de los documentos existentes, incluyendo el Acta Final de Helsinki (1975) que consagró la inamovilidad de fronteras resultantes de la II Guerra Mundial, la Comisión Europea debió forzar a los aspirantes, no sólo a comprometerse, sino a tener realizados, antes de la adhesion, las modificaciones necesarias que permitieran a esas minorías tener garantizados sus derechos humanos y políticos. Estas garantías pasaban por la reestructuración de los Estados candidatos de modo que se instituyeran autonomías, allí donde el número de miembros de minorías nacionales las justificara. Proyecto que hubiera requerido dos ímprobos esfuerzos. 1º) Desmantelar los Estados Unitarios provenientes de sistemas socialistas donde las minorías nacionales eran consideradas una enfermedad y sus reivindicaciones ataques contra la supervivencia del Estado. 2º) Reparar los atentados del pasado, modificando las fronteras interiores actuales para hacerlas corresponder al territorio habitados por minorías nacionales, allí donde el número de habitantes lo permitiera; esto es, si en el pasado, las políticas desplegadas por países como Eslovaquia o Rumanía se dirigían a ampliar las fronteras de provincias, regiones y unidades electorales con el fin de diluir las minorías nacionales en poblaciones más grandes evitando así que acaparasen responsabilidades de gobierno o administración, el proceso debió haber sido inverso en ese camino a la adhesión y a ese proceso debió haber respondido la UE con mayor contundencia.

Recapitulemos. ¿Si los húngaros de Eslovaquia o de Transilvania hubieran tenido un gobierno autónomo no habría existido ningún problema de convivencia? ¿Si aquéllos hubieran visto cumplidas sus expectativas como minorías nacionales, especialmente de índole cultural, lingüística y educativas de acuerdo a los estándares de derechos humanos no hubieran surgidos fricciones?: tal vez sí, pero cualquier problema no hubiera pasado de una cuestión interna, sin que países vecinos encontrasen un pretexto legítimo para intervenir y crear tensiones que en nada favorecen la integración europea.

La Unión Europea perdió su oportunidad, pero ahora deberá actuar con rapidez. El pretexto de la protección de las minorías está dando pie a un práctica que tiene consecuencias para toda la Unión. La concesión de la doble nacionalidad a ciudadanos extranjeros pertenecientes a la etnia -a la nación-, ocasiona una afluencia de nuevos ciudadanos de la Unión por la puerta de atrás. Con la nueva ley de nacionalidad aprobada por el Parlamento Húngaro, los húngaros de Ucrania y Serbia se convertirán en ciudadanos de la UE años antes que lo hagan sus países de acogida (unas 450.000 personas). Asusta más el caso moldavo, pues unos 3 millones y medio de ciudadanos moldavos son de etnia rumana, y están potencialmente llamados a disfrutar de los beneficios de la doble nacionalidad moldavo-rumana que les abriría las puertas de Europa, cerradas a cal y canto a las aspiraciones moldavas. En primavera de 2009, la Comisión Europea manifestó su preocupación cuando Rumanía ofreció, mediante decreto de 15 de abril de 2009, su ciudadanía a moldavos a los que Rumanía consideraba sus ex ciudadanos. En poco tiempo se acumularon entre 650.000 y 900.000 solicitudes de doble ciudadanía.

Asuntos que parecían lejanos y locales se han convertido en europeos por esa globalización que entraña una organización transnacional de la dimensión de la UE. Cuando todas las organizaciones regionales han mostrado su impotencia para solucionar estos conflictos latentes -el Grupo Visegrád, el Söderköping Process, por ejemplo-, es hora de que la Unión ponga en marcha toda su maquinaria interna para impedir que sus miembros rompan la baraja por donde les apetezca. Lo mismo que ha hecho con Grecia cuando el bolsillo estaba en juego, lo debería hacer cuando sobre el tapete están los derechos humanos y las libertades fundamentales.

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