El fracaso de la huelga de funcionarios que tuvo lugar el pasado 8 de junio pudo deberse a muchas causas. Muchos se han aventurado a lanzar teorías. Casi todas basculan en términos de responsabilidad. Unos dicen que el fracaso se debió a la irresponsabilidad de los sindicatos por convocar la huelga temerariamente, y otros afirman que el fracaso lo produjo la exquisita responsabilidad de los funcionarios que prefirieron sacrificarse, en tiempos tan convulsos, por el bien de la patria. Entre una y otra posición cabrían otras muchas variantes, pero yo abogo por otra. La causa del fracaso de la huelga fue la arraigada convicción que ya existe en la sociedad española de que Zapatero padece una especie de autismo político que le ha llevado a perder la noción de la realidad. Dado este padecimiento, los convocados habrían despreciado a los sindicatos y tal vez su primario instinto huelguista ante la certeza de que no habría piquete, manifestación o barricada capaz de sacar al presidente del gobierno de ese mundo indolente al que él mismo se ha arrojado.
El detalle de ir cuatro días antes de la huelga a Sitges a convencer al club Bilderberg de la estabilidad y la solvencia de la economía española, acabó sin duda disuadiendo a los escasos indecisos que quedaban.
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