Con independencia de inquisiciones, torquemadas, linchamientos, delirios de grandeza, jueces estrella y estrellados y prevaricaciones, reales, virtuales o presuntas, lo que le ocurre a Garzón bien puede achacarse a la fatalidad.
Quien ha prestado servicios como abogado de oficio en muchas guardias -como es el caso de un servidor- se ha encontrado muchas veces con situaciones parecidas. El camionero intachable que saliendo de una boda y conduciendo un turismo es sorprendido en un control de alcoholemia, le retiran el permiso de conducir y con ello pierde su trabajo; el niñato casi adolescente que en una trifulca de discoteca lanza dos piedrecitas contra un policía que no llegan ni a impactar, y por ello, el fiscal califica su infracción como atentado grave contra agente de la autoridad con instrumento peligroso y pide 4 años de prisión. O sin ir más lejos, todas esas infracciones que por corrientes no dejan de serlo, como no declarar en escritura pública el precio de compra de una vivienda, lo que constituye un delito de falsedad en documento público más la correspondiente infracción fiscal; todas esas triquiñuelas que todo el mundo conoce, menos los notarios y que, por corriente que sean, si te pillan te han pillado y no puedes excusarte diciendo que todo el mundo las hace (menos los notarios). Si te descubren es una fatalidad y nadie monta un cirio, y si el camionero o el taxista pierden su trabajo, o el medio adolescente acaba en la cárcel, a nadie le importa.
Lo de Garzón es parecido. Cabe atribuirle muchos méritos y probablemente otros jueces hayan hecho cosas peores y nadie les ha procesado, pero ese día quizá fue él quien pudo haber conducido con unas copitas de más aún sabiendo que un sábado por la noche, en la entrada de su urbanización, siempre había apostada una unidad de control de alcoholemia. En fin, ¿qué puedo decir de Garzón que no se haya dicho ya o que ustedes no sepan? Lo mismo que le dije al camionero, al taxista y al niñato sollozante: Baltasar, has tenido muy mala suerte.
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