El otro día tuve que ir a renovarme el carnet de identidad, con la suficiente antelación. Me han dado número para dentro de tres meses, cuando mi carnet ya estará caducado. Mi mujer, ciudadana comunitaria, también dentro de plazo, acudió hace unos días a renovar su tarjeta de residencia, y le han dado cita para dentro de dos meses, cuando la tarjeta ya no tendrá validez. Hasta hace poco, el sistema en el lugar desde el que hablo, Mijas y Fuengirola, era distinto. Para solicitar estos documentos (D.N.I., N.I.E., o tarjeta de residencia comunitaria) bastaba llegar a la Comisaría a las cinco de la madrugada y ponerse en una cola donde ya había varias personas, generalmente extranjeras, sentadas sobre una silla de playa y bebiendo café de un termo. Tras una larga espera de cuatro horas, venía un Policía Nacional, entrado en años, con muy malas pulgas, y repartía los cincuenta números diarios. El quincuagésimo primer administrado se quedaba fuera del lote. Mala suerte. Solías terminar la gestión a eso de las doce, con cara de sueño, y agradeciendo, pese a todo, no vivir en un país tercermundista, porque si esto es así aquí, que no sería en un país centroafricano. Respirabas verdaderamente aliviado, como cuando terminabas de hacer un examen.
Me detengo a pensar en la mentalidad española, y no sé qué es mejor. Reconocer que siempre seremos un país atrasado, donde la burocracia bascula entre la impotencia y la ignorancia; entre la falta de ideas y el subdesarrollo más absoluto. O sencillamente, que eso es genético, y que yo debo aceptar gracias a Mendel y sus puñeteras judías, que mi mujer y yo estemos indocumentados durante dos meses, porque un país como este, que ha entrado a codazos en el G-20, es incapaz de documentarnos antes. Y que no le echen la culpa a la crisis, que descebrados hubo siempre y clases pasivas no digamos, esas que tienen el estómago muy grande y la mente muy estrecha.
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