Joan Laporta no quiere seguir jugando a los cromos.

Joan Laporta no esconde sus apetencias independentistas, y parece que comienza a dar sus primeros pasos en el teatro político. Esto lo hace cuando debe dejar en 2010 la presidencia del F.C. Barcelona por imperativo de sus estatutos que limitan el mandato a dos periodos consecutivos. Yo siempre había creído que cobijarse en la presidencia de un club futbolístico de primera línea obedecía a tres causas: 1º) ánimo trepador, con mayor o menor beneficio ecónomico; 2º) mantenerse activo en tiempos de jubilación forzosa o voluntaria; 3º) el amor irracional a la institución. Aunque me parece que a Laporta lo impulsa la primera, él insiste en haberse movido por la tercera, por «amor» al club, lo que lo inhabilita, en mi opinión, para ejercer de por vida algún cargo público. Alguien que eleva a institución un simple juego de pelota, que paga por eso, con dinero ajeno, millones de euros, que confunde politica y deporte, asociando a éste presuntas reivindicaciones históricas, que de vez en cuando dice o insinúa eso de que «lo importante no son las personas sino la institución», necesariamente ha de tener una visión distorsionada de la realidad. Al igual que no se puede convertir a un pirómano en bombero, ni se puede predicar de un tipo que ha ganado dos o tres partiditas al monopoly que es un gran empresario, me suena incompatible pasar de jugar a los cromos (con muchos euros, eso sí) a manejar dinero público. El deporte puede hacer a la gente más humana, pero su gestión puede puerilizar mentes maduras. Si algún día Laporta llegase a ocupar algún cargo político prefiriría que fuese de una Cataluña independiente: por lo menos no manejaría mi dinero.