
Casualmente me encontraba en Berlín aunque, algunas veces, cuando pienso en el suceso, sospecho que el cuadro no desapareció casualmente y que fue el Destino el que me hizo coincidir con la desaparición.
Me llamo Harold P. Prescott y desde que mis viejos, rústicos granjeros de Indiana, me mostraron la rudeza de la vida, la necesidad de trabajar para ganarse el sustento y un largo etcétera de iniquidades, siempre supe que la única actividad que podía desempeñar con ciertas garantías era la de criticar a los demás, masticando sus miserias y mostrando la cara oculta de la verdad.
Porque la verdad tiene muchas caras y la misión de un crítico es desentrañar la verdad que no quiere ver nadie, porque es áspera e incomprensible.
Yo nunca conocí personalmente a Barnett Newman, pero cierto día comencé a escribir sobre él. Me interesé por sus obras simples y directas, colores vivos y fondos desteñidos. Tanto escribí que cuando murió asistí a su entierro y firmé el libro de pésames. El público, más indulgente con los críticos que éstos con los artistas desgarrados, me atribuyó la consideración de autoridad sobre la obra de Newman; una autoridad incontestada e injusta.
Siempre he sospechado que detrás de un monstruo hay un contramonstruo que lo alimenta; y a su vez éste es alimentado por el monstruo. No sabría decir quien de nosotros dos era el monstruo y quien su contrario; lo cierto es que, desde mi tribuna de Art Abstrait, convertí a Newman en la celebridad que es hoy. La muerte hizo el resto. Pero yo pagué un precio: la dependencia de una obra, de la obra de un muerto, del mismo muerto (cuyo libro de pésames firmé.)
Sé que Newman me detestaba. En sus gigantescos lienzos de varios metros cuadrados yo sólo representaba la mota de polvo que queda tras el paso de las limpiadoras. Un ser insignificante, como lo es todo ser cuya subsistencia depende de otro.
Newman sabía que nunca le traicionaría. Una vez que cae la bola por el precipicio, incluso una crítica negativa sirve para acrecentarla. Sólo cabe una traición posible: el silencio. Y yo era demasiado joven como para despreciar una vejez tranquila y confortable.
Seguí hablando de él y ganando autoridad. Aunque la autoridad del crítico es finita. Fallece con la persona. En cambio el autor sobrevive a su propia muerte. Newman sobrevivió a sí mismo cuando murió en 1970. Me viene un recuerdo brumoso, de temprano atardecer y edificios que oscurecen al ponerse el sol. Yo estaba en mi oficinita, de la 7 th Avenue cuando me llegó la noticia. Cuando depositaron el télex encima de mi mesa aún palpitaba:
“Fallece Barnett Newman, precursor del expresionismo abstracto, a los 65 años de edad.”
Nadie puede sospechar lo que sentí cuando aprecié la dimensión de la noticia (fue mucho más tarde de que me enterara.) Pensarán que soy un ser despreciable, pero siempre he creído que eso era el único patrimonio realmente mío. El corazón me dio un vuelco y la lluvia comenzó a caer, como si recibiera una señal del cielo. Mi enemigo por fin había muerto. Me sentí aliviado pero a la vez poderosamente huérfano, como si recordara las escasas alegrías que me diera mi padre déspota y borracho. Una brusca acometida atenazó mi garganta. Comencé a llorar; entendí que mi ambivalencia hacia Newman me perseguiría el resto de mi vida.
Se hacían homenajes por todo el mundo y a mí me invitaban. Me invitaban más que antes, cuando Newman vivía. Pensé que nunca me libraría de él. Mi dependencia era vertiginosa; tanto que intenté buscar otros autores, vivos o muertos –mejor bien muertos-, nacionales o extranjeros, conservadores o revolucionarios, que desplazaran la obra de Newman, al menos de mi vida. Pero no pude. Los editores, mis amantes –muchos de los cuales lo eran más de Newman que de mí- y, en último extremo, el público, me exigían el retorno a Barnett Newman.
Y decidí rendirme. Esa rendición consistía en sentirme Newman, aún sospechando que él me guiñaba y sonreía desde la muerte, indicando su propio triunfo sobre mí y tomando posesión de mi cuerpo. Debo reconocer que la rendición incondicional me produjo placer al principio. Empecé a asumir la vida pasivamente, dejando que Newman la dirigiera, permitiendo que mis amantes –que eran Newmans itifálicos- me abordaran desde posiciones inauditas. Me sentía irresponsable y dotado de cierta dosis de dominio sobre las cosas insignificantes.
Era primavera. Lo sé porque los arces enseñaban orgullosos sus flores amarillas y los ríos bajaban caudalosos tras el deshielo. Me encontraba en Berlín porque la Neue National Galerie adquirió el cuadro de Newman “Who’s afraid of Red, Yellow and Blue IV ”. Fui invitado por la célebre galería para presentar la pintura: un gigantesco acrílico sobre lienzo de 2.74 m. de alto por 6.03 m. de largo. La simpleza de Newman era insultante. La pintura se dividía en tres rectángulos. Los dos mayores, de igual dimensión, rojo y amarillo, encerraban al tercer rectángulo, mucho más pequeño, de color azul. En el fondo resultaba inquietante que la Neue National Galerie hubiera tenido que acudir a donaciones e inversores privados para acometer la compra. La obra permaneció en la galería, ubicada en el frío edificio Mies van der Rohe, concitando de los visitantes halagos y odios a partes iguales. ¿Expresionismo abstracto? ¿Y eso costaba tantos marcos?
Cuando desapareció el cuadro hubo consternación generalizada. ¿Cómo pudo desaparecer un lienzo tan gigantesco? ¿Dónde lo habrían escondido los ladrones? La eficaz policía alemana halló un lienzo que respondía a la descripción ofrecida por la Neue National Galerie. Lo habían revestido de papel de estraza , forrado con carteles publicitarios de una marca de desodorantes y colocado en la boca del metro. Los portadores se hicieron pasar por empleados de la empresa concesionaria de servicios publicitarios. Según relató el jefe de estación a la prensa local, incluso los monos de trabajo eran los de esa empresa, por lo que el guardia de seguridad no sospechó ninguna anormalidad.
Bajo la supervisión del conservador de la Neue National Galerie y ante mi presencia, requerida por el director de la galería, números de la policía destaparon con esmero el lienzo. Retiraron uno a uno los pliegos de papel que lo envolvían como se exfolia una cebolla. Al finalizar el proceso apareció reluciente el cuadro de Newman . No parecía haberse deteriorado pero, siguiendo con la mirada el camino de las esquinas, descubrimos con asombro que la firma de Barnett Newman había desaparecido. Indudablemente el cuadro era de Newman –y así lo corroboraron los estudios posteriores- pero viendo el lienzo, por primera vez, de frente, en su primitiva desnudez, desnudo de Newman, me sentí poderoso y mis ojos se enjugaron de lágrimas. Yo era por fin quien vestía el lienzo y yo lo alimentaba. Y el mismo Newman no era más que mi invención; una invención discreta como la vida que lo había creado.
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